sábado, 14 de mayo de 2016

DE JUAN A JUAN  

Hermano, discípulo, apóstol y amigo.



                    Preámbulo

En la espera de sus amigos, observa: cómo, la tiniebla se teñía de promesas entre el rosal y proclamaba el amanecer.  

Una gota de rocío pende del terso pétalo en un capullo. Detenida, recibiendo cual beso, el retrato de su anfitrión. 
En su amistad  convierte el momento en una minúscula fiesta de luces y colores, hasta el punto de remedar  al mismo universo.  Es un reto a fuerzas que, detrás de cada imagen, construyen la creación sin pausa. Mientras que las imágenes solo nos hablan de la inmediatez de la eternidad a través de la luz.

Sin embargo, cada imagen no gravita  su carga asida a su anfitrión. En cuando éste se lanza al pie del rosal, el retrato del capullo se convierte entonces en una vorágine de instantáneas, cada una de ellas suspendidas en el tiempo. 

Simple, llano, y sin embargo, trascendental hecho.

–Reflexiona, el anciano en su espera–

Así de breve está apostada la vanidad del hombre en su naturaleza. Aún, cuando sus mejores intenciones le dejen llevar, se ase a ella. La imagen en sí, es sólo eso, retrato de lo temporal, de lo fugaz, por lo tanto perecedera. Ah! pero conlleva una poderosa naturaleza, la presencia, y es verdaderamente a ésta a la que se aferra el hombre, atrapando al recuerdo. Ésta es: declaración de cabida, código de  adhesión, la conciencia del hombre a ser.

No obstante, la presencia así concebida, convertida en sólo imagen, es una ilusión de ser y la angustia de su brevedad extravía al hombre, por senderos que desembocan en la quimera, en el delirio, y con ello, en un consecuente y constante destruir y reconstruir para fundar, una y otra vez: concertando y atesorando  imágenes a través de los sentidos, con el sólo afán de conjurar el extravío.

Será el placer el límite y el deseo el vínculo, al resaltar una imagen de evocación, celebración o aclamación; al intentar legar testimonio de su presencia y perpetuar su singularidad frente a sus colectividades, antes de la irrevocable prontitud de cada inmediatez –intuido preámbulo del final–

La trascendencia de su intensión, dependerá pues de la anuencia de aquellos que lo confronten a través de legadas estampas, pero, quedará siempre en el umbral de la temporalidad.


La historia del hombre da cuenta de sus testimonios y conjetura sobre los sucesos, inmersos éstos en las trascendencias de su actuar,  de aquello que le produce: alegrías y lamentos, apegos y rencores, excesos y privaciones. Todo librado en las entrañas de sus pasiones, bridas de su entelequia.

La iconográfica alrededor de una anhelada visión, ceba el ámbito de la presciencia, al punto de la presunción. Ya no es la imagen del recuerdo. Éste ha dejado lugar a la imaginación y ya no son ojos los que ven, es la ilusión, el designio. Es la fantasía la licencia de crear las propias colecciones: laberintos inefables  en busca de permanencia; columnas de parcialidades como expedientes de vida. Usurpador afán de fundar una presencia. ¡Ahora, etérea! ¡Ahora fantástica! ¡Ahora jactancia! Siempre temporal.

Cada personaje, confina su eventualidad a la circunstancia de solitarios momentos  de decisiones. Son momentos de fidelidades suspendidos entre él y su génesis.  Momentos de observar con sabiduría y de un tiempo consecuente para el proceder. La virtud  o vanidad del actuar, descansa en su arbitrio y su consecuencia deambulará entre los hombres, pero la presencia es juicio de entrega o beneficio.


–Cavila ahora el anciano–

Era aquel, escogido de entre los hombres, quien atestiguaba del testimonio del Hijo y de todo lo que había visto? 

Exilado del mundo, habló desde el éxtasis, ante los perseguidos recogidos en aquellas siete –históricas– congregaciones. Sin embargo, su mensaje, en su temporalidad alcanza lo cósmico siempre presente cuando fuerzas opuestas contraviniendo lo concebido, invocan un final. 

Es entonces, cuando recurre a imágenes aprendidas de todo aquello que recrea el recuerdo o la imaginación de los escuchas,  para descubrir lo revelado que ha de suceder. 

Son las colecciones de apegos adosados a la intimidad de apasionamientos, que fundan en cada quien, la dualidad de su acontecer: su virtud y su orgullo. Evocadas y simbolizadas en boca por un acusador, la consciencia, ya no como esas colecciones de parcialidades, sino como un todo de intenciones y actos, que denuncian el bien o daño causado, será justificado o reo de su iniquidad. Sin embargo, juega en cuenta suya, tanto el haber sucumbido al impulso sin reparo al daño, cómo también, y más importante, el reconocimiento del mismo y su arrepentimiento e intención a la  reparación. Para que la enmienda sea franca y definitiva, solo transitando el camino de la fe, alcanzará la ataraxia para lograr  la misericordia y regresar al orden natural de su esencia, la gracia.



La otra presencia, aquella, que como el agua, también nos habla de ella cual promesa. Ya no es una imagen prendida la que evoca una pertenencia. Es ella la razón misma de la creación.  Está allí desde el principio. Sólo de eso se trata, vida, y vida en abundancia en un continuo crear y  siempre es el principio. La amistad entre los elementos, es el vínculo entre el creador y su obra, la dinámica de la creación, revelada al hombre.


La vida ya es lo que es, un ahora en la eternidad. Sólo contamos con la palabra para poder estar al tanto y comunicar la trascendencia del hecho. Sólo ella nos da la luz para describir más allá del acto, su canon y así tratar de comprender la proposición y con ésta la expectación.

Ahora bien, a expensas de las imágenes, el mensaje descansa más en la fuerza primigenia de la vida, que en la temporalidad subjetiva  de las imágenes. Es un mensaje de consolación al desvelar detrás de cada penumbra, lo misterioso y enigmático de lo irracional, de lo oculto que promueve la intención de velar lo creado. Un mensaje de reconciliación en virtud de la gracia dada al hombre, de continuar la obra entre los hombres a expensa de las tinieblas que lo cercan.


–Sonríe el anciano–

Ante el recuerdo del joven aquel, que en una tarde cualquiera, en desenmarañando una red de pesca, buscando sus flaquezas, para repararla y poder salir de faena. Su atención se desvió hacía el rumor de gente, que se oía cual tumulto, al tiempo que su hermano, al lado le decía:


¡Ése!  El mismo del que habla Juan–

Desde entonces, todo cambió y comenzó un insospechado andar al lado de sus hermanos. Un trajinar por caminos ignotos en la memoria humana, que habría de conducirle a los más inesperados escenarios como testigo de hechos únicos y transcendentales y convertirle en un instrumento de rehabilitación.

Érase el caminar de un adolescente, que seguía con asombro, acompañado de la vanidad del novato en un grupo, que en recorriendo caminos eran vitoreados, sin él mismo saber el porqué. Presenciaba actos que no comprendía más allá de las imágenes que se atropellaban  frente a si y solo experimentaba el sabor de la aprobación de las gentes. Fue aprendiendo del carácter de los personajes, según los percibía su propia ingenuidad: los anónimos seguidores que variaban según sus intenciones y propósitos, y los compañeros, entre los cuales era el más joven y el solícito hacerdor de mandados. Su entusiasmo y apasionada dedicación e inocencia, lo remitía a la aceptación de  cada uno de los discípulos y en especial del maestro mismo.  

Y de repente estaba allí. Solo, inmovilizado por el miedo, sin poder cavilar, acompañando a una madre frente a su hijo que agoniza   a manos de las argucias de los hombres. 

Los acontecimientos lo sobrecogían al punto de no poder pronunciar palabra alguna. Y, ante la ansiedad de la noticia, corre hasta el umbral del comedimiento, del respeto a la jerarquía y del valor, en espera de los testigos: del vacío de la cripta y del orden de los lienzos. Eran hechos que se sucedían al filo de la memoria, pero, los acontecimientos se precipitan a la historia.

  
Abrumado, ante los hechos, con amor de hijo, aceptó aquella madre que perdió a su hijo por el perdón de los que no saben lo que hacen, y a quién hereda en su nombre. 
Sólo cuando la incertidumbre concurrió junto a la pregunta, y bajo la cotidiana conseja maternal, las imágenes empezaron a tener comprensión en la palabra expresa, y poco a poco, las pasiones del hijo del trueno, encontraban un propósito en su frágil trascendencia humana. 

Con ello, el joven creció en adultez de la mano tutelar de aquella que le acoge como el otro hijo, y a quien acompañó  y proveyó  protección y sustento, mientras su templado verbo le fue llenando de sabiduría y compasión.

El otro Juan. Perseguido, relegado, apresado, juzgado, desterrado, pero también respetado, obedecido  y amado, fueron sus correspondencias con las colectividades y personalidades que encontraría a lo largo de los años. La intimidad de su discurso, directo y sencillo, develó a cada uno, el recado recibido para que se transmitiera con la vocación de la instrucción recibida, cual testigo sobre todo lo visto y oído, con la candidez de la amistad del niño que siempre habitó en él, pero con la elevación de espíritu del águila.


EPÍLOGO

Era la vida misma, evocada en una gota de rocío que pendía en éste ahora de paciencia. Una espera siempre vigilante del amigo que  se fue y que ha de regresar, y de la inmediatez de aquellos que con diligente afecto, sabe que han de venir para llevarle hoy a la asamblea, dado que los años pesan y los pies ya no alcanzan a dar un paso.

De repente le fue extraño conjugar las dos esperas en este preciso momento. Era como sentir la presencia de un coro de ángeles, en la medida que la tiniebla cedía ante la aurora, anunciando otra vez, cuál trompeta, el arco iris de  la esperanza. 

El silencio, cual regalo, invoca el recuerdo de la ofrenda:

–Sonríe y susurra, aquello que nunca se cansó de repetir–


“Amaos los unos a los otros”
De pronto. Ya no es el pétalo el que alberga una gota de rocío. La visión del buen anciano se nubla: recibe de improviso una visita que retrata la luz que invade al rosal y cegado contempla el milagro de la creación.

Dos gotas, ahora espontáneas, relatan más allá de lumínicas imágenes, la belleza de la creación, la presencia,  la luz y la amistad que las une, el amor. 

 Así, vencidas a sus inexorables retos, se lanzan al unísono compás de la naturaleza en un solo salto y quedan suspendidas en un éxtasis arrebatado al tiempo.